Manuel Murrieta Saldívar


Doctor en letras hispanoamericanas por Arizona State University—Tempe y licenciado en literaturas hispánicas por la Universidad de Sonora. Fundador de Editorial Orbis Press (www.orbispress.com) y de la publicación Culturadoor (www.culturadoor.com).
Ha obtenido premios como periodista, autor y editor—Premio Estatal de Periodismo en Sonora, tres veces ganador del Concurso del Libro Sonorense, mejor delegación editorial en IX Feria Internacional del Libro de Puerto Rico (2006), premio al editor hispano revista Panorama, Phoenix, Arizona (2000).
En poesía ha sido incluido en la antología Poesía sonorense contemporánea 1930-1985 de Alonso Vidal; Primer encuentro de poetas y narradores jóvenes de la frontera norte, de Roberto Vallarino (1986). Memoria/Primera Exposición Estatal de Poesía Sonorense 1987; White Feather Anthology. La otra poesía sonorense, de Raúl Acevedo Savín (1993).
Participa en A sol pleno, video-antología de poesía de Sonora y Arizona coordinado por la poeta Inés Martínez de Castro con apoyo de El Colegio de Sonora, México-USA Fund y la fundación Rockefeller (1998).

Sus poemas aparecen también en Concierto de lo entrevisto. Antología de poesía sonorense editada por la poeta Alba Brenda Méndez-Estrada (Editorial Garabatos 2008). Poemas suyos han sido publicados en suplementos literarios y portales electrónicos del noroeste de México y la zona fronteriza con Estados Unidos—Revista Hayaza y Oasis (Universidad de Sonora); El Observador, Prensa Hispana, Solaluna (Arizona State University), Bogavante, Perfiles, Dossier Político, etc. Actualmente reside en el área de Modesto, norte de California, donde se desempeña como investigador y profesor de literatura chicana, mexicana y latinoamericana en California State University, campus Stanislaus.

Ha publicado (descarga): Tu sexo - Cuando moja el vacío  

 

LA SOLEDAD DE TANTA ISLA (*)

Por Manuel Murrieta Saldívar

 

Cuando recibí la invitación para visitar Honolulú, me extrañé de no haber reaccionado con alta emoción como siempre sucedía al sospechar cualquier viaje.  No tenía absolutamente nada que hacer en el archipiélago Hawái.  La vida ahora me exigía fuera, no más selectivo, sino práctico en mis decisiones de tal manera que me puse a pensar en las ventajas para aceptar la empresa.   Podría conocer los lugares de la última novela que estaba leyendo, Hotel Krakatoa, misterioso regalo que recibí en la última navidad.  O visualizar el panorama que quedaba de aquel programa de detectives Hawái 5-0 de la televisión.  Urgar en mi vieja agenda para localizar algún contacto o amigo que pudiera vivir ahí y darle una sorpresa. También me nació un estúpido orgullo de viajero con el propósito de tener recorrido todo Estados Unidos de isla a isla habiendo ya visitado Puerto Rico; supuse que en Hawái encontraría la misma virginidad profunda del bosque de El Yunque a la orilla de un volcán o de una playa tan pura que me haría renacer la inspiración poética de corte ecologista.  Fuera de todo ello no tenía más motivos para lanzarme al centro del Pacífico.  Pero las cosas se empezaron a acomodar relativamente fácil para no rechazar la oferta: había un vuelo barato y sin escalas, tendría un lugar donde llegar, guías y anfitriones de confianza.  Ya me veía dentro de la nave de la única aerolínea hawaiana escuchando esa musiquita del ukulele que movía mis caderas sin querer aun cuando estuviera sentado.

***

            Al salir del aeropuerto en Honolulú, supe quien me había enviado la  novela: se trataba de Susana quien hacía lo imposible por congraciarse con Alejandro, mi amigo anfitrión que ya ocupaba un puesto en la universidad hawaiana.  Le había comentado a ella que la única manera de convencerme para visitarlos era picando mi curiosidad por explorar un lugar totalmente nuevo con toda libertad, a bajo costo y alejado del turismo comercial. Bien podría ser que una novela tradicional de la isla provocaría el milagro.  La verdad es que Alejandro, comencé a sospechar, después de un tiempo ahí se dedicaba a hacer cualquier cosa para no sentirse aislado como lo había hecho con la propia Susana: cansado de chatear y de los emails, en un golpe de desesperación se arriesgó a invitarla desde Colombia para conocerse en directo.  Ya estaba yo perplejo de ver sus caras emanando normalidad, un sentimiento que me había sucedido en Puerto Rico: habían aprendido a vivir sobre unos cuantos kilómetros cuadrados rodeados por un mar profundo.

—Es para desesperar a cualquiera—les dije medio en broma—no entiendo cómo no se han vuelto esquizofrénicos.

            Sin embargo, percibí que la pareja se veía feliz sin mucho esfuerzo; Alejandro incluso manejaba el mismo hondita café que le vi en Texas antes de su mudanza, seña de que intentaba reproducir su vida como lo fue en tierra firme.  Ni siquiera le pregunté, para no desequilibrar la armonía, cuánto le había costado la traída del auto suponiendo que resultaba más económico que hacerse de uno en Honolulú.  Luego sospeché que la pequeñez de la isla de Oahu parecía reflejarse en ciertas construcciones; entendí que la pareja se había acostumbrado a vivir en un minúsculo departamento teniendo milimétricamente calculado qué cosa va en cada espacio para aprovecharlo al máximo.  Acostumbrado, sí,  porque Alejandro siempre había vivido en residencias de al menos 2 mil pies cuadrados con  tres recámaras,  no de una.

—No es que la isla los encoja—me dijo con humor y sin haberle preguntado—es una simple cuestión de economía. 

Tenía razón.  Los hoteles, centros comerciales, restaurantes y las avenidas del malecón eran de tamaño normal, como los de Miami o de San Diego. Y claro, de acuerdo, se trataba de economía porque no sólo las rentas y las hipotecas eran prohibitivas, sino los precios de souvenirs, cocteles y menús de la ruta turística.

            Pero la pareja ya conocía muchas mañas y recovecos.  En una de las salidas antes de que me dejaran a mi suerte,  nos estacionamos en un lugar público frente a las playas de libre acceso.  Y nos echamos a andar…apareció el incesante transitar de bañistas con sus tablas de surf  saliendo o entrando de las olas;  atravesamos hoteles hasta salir a sus bares casi besando la playa;  hubo sesiones de fotos a la hora del atardecer y posamos junto a las estatuas de bronce dedicadas a los polinesios, los primeros en habitar el archipiélago venidos desde sabe dónde.  El recorrido me fue útil para descubrir el mismo hotel Krakatoa de la novela y, por alguna razón, recordé a Jay, un artista gráfico nativo de la isla con el que había trabajado años atrás en California.  Además, observé callejones, tiendas exóticas, parques, edificios de aspecto colonial, restaurantes de mala muerte y mercados populares invitándome a iniciar un paseo por cuenta propia como Alejandro ya sospechaba que lo haría…

***

Esa mi salida se cuajó, en efecto, un lunes nublado mientras los dos partían a la universidad.  La suerte estaba de mi lado:

—Nos dejas en el campus, ahí estaremos todo el día, así que llévate el hondita—me  ordenó.

Lo primero que hice, contra mi voluntad, no fue indagar sobre el paradero de Jay para que me diera unos tips, sino regresar al departamento no sé si para alistarme o gozar de mi soledad.  Quizá por eso me eché a andar por los alrededores como procurando detectar el comportamiento rutinario de los isleños.  No voy a negar que me impresionó la abundante vegetación de los patios de las casas, el funcionamiento sin variedad de supermercados, el trotar de los vecinos más sanos pendientes del semáforo y hasta algunos restos volcánicos que brotaban sobre las veredas urbanas.  Todo parecía tan común, concluí, que comprendí la resignación de Alejandro por quedarse por siempre en este archipiélago lejano.

Sin embargo, cuando guié el honda siguiendo un mapa de gasolinera, las cosas empezaron a cambiar: seguí esa carretera que por el este-norte va pegada a la playa y en otras atraviesa el centro de la isla. Comencé a sentirme como un personaje del “discovery channel” al visualizar, incluso bajé en una de ellas, playitas casi vírgenes con arenas blancas junto a comunidades habitadas por hawaianos originales que no hablaban inglés y que se parecían mucho a Jay.  Subí por las colinas donde, ahora lo sabía, observé y toqué rocas volcánicas comprobando cómo eran las verdaderas creadoras de las islas al  convertirse en tierra fértil luego de erosiones milenarias.  Por supuesto, también me parapeté en parajes solitarios observando aves de pecho rojo muy amistosas porque se dejaban fotografiar frente a pequeños islotes de donde provenían.  Iba, a pesar de mi arraigada urbanidad, pasmado, sólo conduciendo por esa única ruta y anotando de vez en cuando líneas de versos lo cual me tenía desconcertado.

            No habían pasado unas cuantas horas cuando, de repente, me encontré con algo familiar ya cuesta abajo: el puerto de Pearl Harbor con sus muelles atacados por la artillería  japonesa. Luego,  para mi sorpresa, noté el mismo faro blanco y azul y los mismos edificios turísticos que había recorrido con mis anfitriones en aquella caminata por el malecón central.  Fue cuando exclamé:

— ¡En la madre, le acabo de dar la vuelta a la isla!

            Por unos minutos me quedé reflexionando, como lo había hecho cuando años atrás rodee el  Vaticano pasmado de que se pudiera hacer tan sólo caminando y con la posibilidad de que, como en verdad sucedió, se te unieran turistas alemanas en el trayecto. Con un dejo de angustia, volví a pensar  cómo podían sobrevivir los isleños en un territorio tan pequeño y tan distante.  Tener la sensación de estar cercados por agua era para producir espasmos cercanos a un shock nervioso  como ya me sucedía al comprobar que cualquier ruta que tomara, el hondita se iba a topar sin remedio con el mar en cuestión de minutos o de horas.  Quizá por eso desistí de continuar el recorrido exploratorio y acudí al auxilio del celular, busqué con agitación mi agenda y encontré el teléfono de Jay a quien no veía desde nuestros tiempos californianos.  Para mi fortuna, el artista respondió:

—Aguántame tantito— me dijo en un inglés apresurado—estoy en una sesión fotográfica con varias modelos para el calendario del próximo año.  ¡Pero qué bueno que estás aquí!...

***

Jay alcanzó a citarme a la entrada de un maravilloso jardín botánico utilizado como escenario a donde acudí en su momento. Lo vi más flaco, pero contento, como esos jóvenes padres de familia resignados a cuidar a los hijos por algún irrenunciable beneficio que obtienen con su pareja o porque ya no hay más remedio.

—No te sorprendas—confesó—yo sólo soy el ayudante de las luces, aunque a veces me dejan hacer unas tomas digitales de prueba.  Todo esto me sirve para cuando diseñe el calendario en la computadora…pero luego te platico.  Ahora vamos a comer y a echarnos un trago, celebraremos nuestro encuentro ¿no?... sé que te gusta lo típico, recuerda que soy un hawaiano…

            El restaurante estaba ubicado en una zona que fue una revelación: un sector con grandes problemas de estacionamiento plagado de asiáticos de todas las modalidades, desde Malasia hasta Vietnam. Ordenó en alguno de esos idiomas las carnitas de puerco tradicionales, el emblema gastronómico de la isla.  A la segunda cerveza longboard, Jay, con la confianza renacida al calor del encuentro, muy parecida a la que habíamos tenido tiempo atrás en nuestros trabajos conjuntos de publicidad, me reveló:

—La siguiente sesión fotográfica será en el hotel Krakatoa.

            Como viejo amigo me sorprendí por la coincidencia entre los nombres pudiendo controlarme y no decir ya nada más.

—Fíjate, el motivo del calendario es destacar el erotismo en lugares claves; con las modelos sería suficiente, con una sola de ellas sería suficiente, pero es más impactante si el escenario turístico sugiere picardía, coquetería.  Claro—escuché atónito— vas a poder venir conmigo, para recordar viejos tiempo, además te tendré una sorpresa, jeje. ¡Nos vemos mañana directamente en el hotel!...

***

Esa noche pregunté a Alejandro y a Susana sobre la novela y su relación con esa hostelería pero me confesaron que no tenían la más remota idea.  Me la habían  enviado en un momento de prisa navideña buscando algo típico, a ver si me animaba a visitarlos. 

Creímos que con el título se hace referencia a algo tradicional, ¿no es así? ¿Ya la leíste?

— ¡Es una novela erótica, Alejandro,  casi casi pornográfica!: el botones, en pleno elevador, le propone hacer el amor a una rubia dentro de alguno de los cuartos, antes de la limpieza, lo interesante es que no se conocen y la mujer parece aceptar…ahí voy.

***

Jay estaba checando luces y sombras;  al fondo se veían más de doce modelos en ropa elegante de noche, muy ceñida, de esas que usan para los anuncios de los casinos de juego.  Al verme entrar por el lobby, luego luego me puso a trabajar, como en los viejos tiempos.   Tras anunciarme como su asistente, Jay me ordenó que midiera la luz con el exposímetro en diferentes aéreas, incluyendo hasta el fondo donde, como en pasarela, esperaban las muchachas. 

…Y sin ningún aviso, comencé a sentir esa fulminación eléctrica que aparece cuando se vuelve a ver ya sea un amor imposible o un cuerpo seductor nunca jamás poseído a pesar de todos los intentos.  Frente a mí y sin ningún preámbulo, estaba Brooke con sus manos en jarra y sonriedo, mostrándome de nuevo su pavoroso muslo saliente del vestido negro, victimizándome otra vez, provocando el doble aguijón de la mujer que excita demasiado, pero que produce un dolor porque siempre se aleja con el mejor postor.  No entendía cómo es que estaba aquí, y así, si había estado tan distante en el tiempo y la distancia.

—¡Pinchi Jay!—le espeté  al regresar de inmediato—¿Por qué no me dijiste que aquí andaría la Brooke?...siquiera para haber traído unos dólares extras o la tarjeta de crédito que tengo de reserva.  ¡Ahora cómo le vamos a hacer…!

El artista gráfico sólo me guiñó un ojo, puso esa cara de satisfacción cuando se le da una grata sorpresa a un amigo y luego me ordenó que volteara de nuevo hacia allá, diciendo:

—No vas a necesitar ni dinero ni tarjetas, mira…:

Brooke, contra todo pronóstico, no sólo enseñó el otro muslo, sino que se fue subiendo lentamente el vestido de noche, luego lo transformó en una apretada minifalda para después despojarse de todo hasta mostrar su todavía exuberante cuerpo a través de un diminuto bikini.

—…and this is just for you!—gritó mientras me miraba fijamente con sus ojos verdes, hacía como que emitía besos al aire soltando después la carcajada, como lo había hecho decenas de veces en los “spring brakes”  de Ensenada y en el Amazon, el “night club” de San Diego contiguo a la oficina donde solía trabajar Jay quien también se moría de la risa.

—Te dije que no necesitarías dinero extra—repetía— ¡Me traje a la Brooke! 

No lo podía comprender, esa mujer apenas si se fijaba en nostros, tristes empleados de oficina, incluso cuando le mostrábamos unos dólares de más.  Con un dejo de envidia, no me cancé de mencionarle a  Jey qué afurtunado era; a cambio me reveló que todo había comenzado cuando en una sesión de table dance Brooke, sólo por romper el hielo, le confesó que se moría de las ganas por mudarse de la horrible San Ysidro.  Y si, en efecto, dejar de manejar evitando los embotellamientos para establecerse en una isla teniendo siempre un tibio mar al alcance de sus piernas que las broncearía con cuidado. Por supuesto, conociéndolo, Jay luego se las ingenió, a pesar de los contrastes y de que ella se codeaba con magnates, para encontrar el lado amable de la chica cuando descubrió que también la halagaban las palabras poéticas y otras imágenes artísticas.

— La impresioné con mis diseños, luego le pedí posara para mí ofreciéndole un  álbum de fotos solo de ella, en sus mejores poses, por puro gusto y sin que hiciéramos nada. Asi comenzó todo…

Ya íbamos de salida al terminar la sesión cuando Brooke se acercó para despedirse y recomendar con cortesía, pero con don de mando, que Jay no se extendiera demasiado en atenderme porque, como lo hacían cada noche, había que dormir a los niños, dos, que rápidamente habían procreado.  Mi compañero me miró con resignación como diciendo, es el precio que se paga, lo cual entendí perfectamente expresándole, para cambiar de tema o terminarlo de inmediato.

—Sí, las cosas que uno hace Jay, nunca se sabe qué consecuencias van a traer…¡Pinche Jay!

Y mientras me retiraba pensé que con un amor así cualquiera soportaría vivir para siempre en Oahu, o en cualquier otra islita, comprendiendo resignado que existen infinitos factores que hacen que la gente se arraigue en los lugares más extraños y remotos.

***

 Cuando Alejandro y Susana supieron lo de Jay, resurgió en ellos la sensación de esquizofrenia y apretez al buscar nuevos motivos para seguir quedándose. En los últimos días de mi estancia ya me confesaban, sin venir al caso y sin preguntarles, que estaban decidiendo seriamente, por enésima vez, largarse para siempre de la isla. Por lo pronto, y antes de que me sucediera cualquier otra cosa, yo ya iba volando directo a tierra firme leyendo los últimos capítulos de Hotel karakatoa…ahí el botones seguía haciendo de las suyas mientras que Jay tomaba fotos y hacía el amor con Brooke a escondidas en el bar, en un cuarto desocupado o en la playa hotelera para poder sobrevivir la soledad de tanta isla...

 

**************

(*) Este texto forma parte de la obra: La gravedad de la distancia. Historias de otra Norteamérica.

  200 páginas. Producido por Editorial Garabatos. Hermosillo, Sonora, México.

ISBN: 978-607-7670-04-9

 

Más información y para adquirirlo visite:

http://www.orbispress.com/imagenes/imaginacion/la-gravedad-de-la-distancia.htm

 


(Agosto2012)



Manuel Murrieta Saldívar (imagen) leyendo su poema Tu Sexo durante el XVII
Encuentro Horas de Junio, Hermosillo, México, 22 de junio 2012 (Del poemario
Alejados del Instinto - Editorial Atreyo, 2011)




 



Alejados del Instinto

Primera Edición 2011

ISBN: 978-607-95670-0-2

Editorial Atreyo

Disponoble en formato papel e ebook.


Tu sexo


Tu sexo es la distancia entre mí
             y la primera estrella extinta
El agua que alucinado sueña
             el caminante entre las dunas

Tu sexo es dar la vuelta al mundo
             únicamente con mis piernas

La enredadera sin oxígeno que sube
             hasta Saturno

Es una nube sola que flota para todos

El último latido, o el primero,
             de un corazón de infarto

Tu sexo es beso entre desconocidos
             y a plena luz del día
             Es una cáscara que atraviesa el océano
sin dirección ni guía

Tu sexo es una fuerza del mecanismo
             de la supervivencia

No es, por supuesto, una bandera o
             territorio despojado
tampoco un pay de manzana
             que muchos lo cocinan

No es tu sexo una mercancía
             que compro cada día
Ni el intercambio de cosas que luego
             se abandonan

Tu sexo no llega ni con bodas,
             cortejos o conquistas

No es el agua que humedece
             cada noche
Ni obsesión de poeta en busca
             de una musa

Tampoco es un símbolo que exija
             sus metáforas
Ni objeto al que admire
             como un culto

No es, tu sexo, un edificio con puertas
             bien abiertas

Ni, mucho menos, dos torres
             tumbadas por la ira…

Tu sexo reposa en mi cabeza
             y no en cualquier otro miembro
                          de mi cuerpo…



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Manuel Murrieta Saldívar, dando lectura a su poemario Alejados del Instinto (Editorial Atreyo, 2011)

Cuando moja el vacío

            —Del poemarios Alejados del Instinto (Editorial Atreyo, 2011)

La alcoba entre los cielos
la luna un torbellino
la sonda del amor regresa…

Mi tacto titubea
los autos no comentan
tus manos espaciales abiertas
            al conjuro…

No hay luces
no hay soles secundarios
ni acuerdos materiales

Hay himnos invisibles
            como premios…

Mi carne es una estela
un beso inagotable de planetas
tambor humanitario que
            gime como pecho…

Las utopías piden
dejan dormir al sueño
mientras dos ángeles de tierra
            calientan orificios…

Con mucho amanecer
la ropa cae al monte
y tus columnas sudan temblándole
            a la atmósfera…

La voz… otro deleite
ningún lamento nada nada
y la ciudad sexual naciendo
            como vidrio…

El corazón cosecha
aplaude emanaciones
la entrada cuneiforme al centro
            de las vetas…

Unidas las miradas,
de dos bocas,
una

Entonces sólo un cuerpo
            cuando el vacío moja:

¡Glorifiqué tus pasos y sacudí
            mi llanto
…y desde las entrañas
            murió
            el dolor
            del tiempo!


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