FélixFernández
Nacido en Nuevo Laredo en 1976. Químico de profesión. Metido a librero y aprendiz de cuentista. Discípulo a distancia de Rius, Monsiváis, Carballido. Ha sido publicado en el semanario Opsiones (Querétaro), en una Egoteca de Mina de Palabras (Nuevo Laredo) y en la revista Moria (Cuernavaca). Pertenece al Colectivo Cien Años de Soledad y a la Colectribu Maldicientes del Fraude Electora 2012 "Monteiro Rossi". transfronterizo@yaho.com



La hoja de parra

 

Imagen: http://www.cinetecanacional.net/imagenes/img_peliculas/1570-B.jpg

Secuencia de Escrito en el cuerpo de la noche, (Jaime Humberto Hermosillo-2000)


¿Cómo puede acordarse de su primera vez, si esa noche estaba completamente borracho? Dice que algunas imágenes siguen nítidas, que todavía resuenan frescas las palabras con que rubricó el instante que penetró por vez primera a no-se-acuerda-cómo-se-llamaba: mojado y tibio.

¿Eso es todo?, dice que se preguntó, y cuando quiso calibrar la vista y escudriñar el torso de ella, lo que vio no sirvió para dilatar su calentura.

La oscuridad del cuarto se prolongaba como una malla negra sobre pechos y vientre inflamados de excitación. Temió que su erección no lo llevara muy lejos. Maldijo la borrachera que lo hacía ver, oír, sentir todo como desde una escafandra; aunque jamás se hubiera metido en una, así se lo figuró, viéndolo todo desde el extremo de un túnel; tocando un cuerpo brumoso a través de una epidermis insensibilizada y negada a dejarse recorrer por humores y calores; escuchando a medias debido a una suerte de sordera que obstaculizaba las expresiones de placer. En suma, le preocupaba que sus sentidos no se erizaran más cuando las manos de ella lo jalaban de vuelta hacia adentro o cuando la mujer gemía hondamente con los ojos entrecerrados de gozo. Qué egoísta, dice que pensó mientras entraba y salía, ella no se puso tan borracha y me está utilizando. Después, se vio sumergiéndose en un mar de negro oleaje y no volvió en sí hasta el mediodía.

Alega que cuando despertó, entre la cefalea que probaba sus afiladas tenazas y la resequedad de su garganta se puso a pensar en la significancia de la noche anterior. No se sentía más chingón que sus amigos quienes entonces quedaban rezagados en la carrera hacia el desvirgamiento. No quiso recordar si logró obsequiarle a su compañera la consecución de una segunda venida ni se reprochaba haber abusado de la admiración que despertó en ella ―¿Quién demonios era? ¿Iba en la misma prepa? ¿En qué grado? ¿Era la hermana de algún cuate?―. Ninguna emoción lúbrica advertida habría de trascender; bueno, quedaron huellas de abrasión en su entrepierna, según dice, pero jamás dedicaría minutos de cavilación a tales secuelas.

Aún en la cama, desencantado, cobijado por la perplejidad, lo que hizo por varias horas antes que despertara ella, fue a preguntarse: ¿Esto se siente?, y la habitación entera callaba, esperaba a que él cambiara de lado y se topara con unas nalgas turgentes y semidesnudas, o lo persuadía a levantarse, golpear el muro llorando de rabia y vergüenza y salir corriendo buscando algo para llenar el hoyo negro de su vida.

Horas después salió al encuentro de Lina en la Plaza del Ocho, como cada tarde de sábado. La sola predisposición de verse con su mejor amiga lo puso de buen humor, borrando de un ramalazo los ecos de la noche anterior. Lina resultaba ser, más que su amiga, su camote. Se conocían desde la primaria y habían conformado un sólido par que a veces se comportaba como una multitud arrogándose la voluntad de otros grupúsculos y ofreciendo la ejemplaridad de su amistad, cuando no desairaba al mundo y sus etiquetas muy quitada de la pena, marginada a voluntad y encerrada en coloquios íntimos. Si hubiera andado cada uno por su lado, apenas si serían situados como la neohippie y el melómano. Pero en la escuela sus compañeros respetaban ese vínculo exclusivo y único y nadie que se presumiera perspicaz lo hubiera reducido a la asociación convencional de un noviazgo o un amigazgo con derechos. En efecto, tales eran las cualidades manifiestas de la relación, dice él no sin dejar de subrayar que nadie supo que sí tuvieron queveres en varias ocasiones, cuando confiadamente los adultos los dejaron solos en casa de ella. No hubo engaños o malos entendidos entre ambos, incluso se creían insertos en una especie superior de hermandad y a pesar de ―o a costa de, insinúa― los encuentros incestuosos que tuvieron, que no pasaron de ser fajes experimentales, el lazo se sostuvo férreo.

Recuerda con fidelidad que acordaron conocerse de cabo a cabo. Si se platicaban todo y compartían desde lo obvio hasta lo más recóndito del alma, por qué excluir el lenguaje de sus cuerpos. Mas esa tarde de sábado él deseaba hacerle una confesión pero no se atrevía, en todo caso creyó más prudente descartar ese episodio insustancial, escapar de un temor informe, huir montado en el último chisme de la semana, en las seguras carcajadas, en las formulaciones grotescas de Lina, en sus teorizaciones banales, en su propuesta de acometer un plan sabatino descabellado con el cual contravenir los hábitos del pueblo. No era su intención esconderle nada, sólo pretendía olvidar por esa tarde el amargor en su paladar.

Cuando se vieron, de inmediato ella notó algo raro. Él dice que no se dio por entendido, pero al ver en ella una mueca inquisidora tuvo que interrumpir el saludo:

―¿Qué pasa? ―preguntó él; ella lo embistió: ―Te acostaste con una vieja ― él lo negó―. A mí no me engañas ―ella insistió―, vienes de cochar.

Hablaba ella tratando de disimular una gran sonrisa socarrona. Él no se molestó, antes bien percibió en la admirable agudeza de Lina la posibilidad de obtener respuestas:

―¿Así se siente, Lina? ―preguntó desencajado, pugnando por expulsar las lágrimas hechas cuajo; y continuó suplicando: ―¿Cómo me veo? ―dice que Lina respondió con un: ―Yo qué voy a saber, ¿qué te hace pensar que debo saberlo? ―y él insistía: ―Pero ¿qué ves de raro en mí? ―y ella: ―Para empezar, caminas como si a ti te la hubieran metido, jajaja, ¡mira ésa cara…! ―Esa noche es inolvidable, imborrable ―dice él.

En todos los años que han pasado él había bregado por no hablar de… Ya no quiere hacer memoria, ni siquiera para intentar recordar el nombre de ella, aunque asegura que podría reconstruir los arrumacos previos, las imágenes aceitadas en sudor, los murmullos sordos, la temperatura creciente, el desbocamiento del pulso, la emanación de aromas.

No es nada fuera de lo común; cualquiera que haya tenido sexo posee una versión muy similar a la de los demás. Todos lo han hecho aun antes de acostarse efectivamente con alguien, se regodean con hallazgos que no tienen nada de sublimes, son muy impresionables frente al efecto de un rozamiento, se esfuerzan sobre la misma clase de estímulos.

Desde entonces no cesa él de mandarlos a todos a la chingada: ―El apareamiento no es para cualquiera, ¿por qué lo vulgarizamos?―. Nadie parece darse cuenta de ello.

Sin salirse del tema aunque así lo parezca, dice que a nadie ha revelado con precisión qué sucedió una vez que, estando solo en casa una lejana tarde después de una siesta, despertó con la límpida impresión de que algo se había quebrado dentro de él. Se corrige: ―No es así como debo definirlo, porque suena a una fractura: algo me faltaba, ya no estaba en su lugar, yo no era el mismo, y no era depresión aunque también la sintiera, fue algo más, tampoco era un hueco o un vacío, no tenía nada que ver con espacios tisulares o psíquicos sin saciar, menos era carencia de conocimiento o un olvido, no era que ya no encajara entre mis amigos o en casa, no había un sentido religioso o moralino en mi desasosiego, fue como si un yo diferente suplantara al que estaba antes de mí en esa habitación penumbrosa y por error o como un acto premeditado colocaran al yo incompleto, a mí. Todavía hoy siento que soy y no soy.

Esa tarde, al despertar de la siesta, no paró de llorar, como no lo hacía desde niño.

La época universitaria no fue menos trascendental para él. Los amigos, los raves, los gallitos ocasionales, algunas materias interesantes, los debrayes de Lina, quien para entonces lo superaba además en ensayos sexuales, lo que a él incomodaba. Aquí hace hincapié en las novias y el sexo de ese periodo; y es que de sexo tuvo a raudales. A unos puede arrebatar la música o diversas sustancias; para él, el sexo fue su motor vital. Las clases eran una pausa insoportable que se interponía a las tardes delirantes en las aulas más apartadas de la facultad. Casi todos los salones y jardines, casas de asistencia y departamentos de compañeros le fueron de utilidad para sus ejercicios fogosos. Muy atrás habían quedado las reminiscencias de aquella tarde de lamentación y la representación del yo trunco. Después de saciarse con cada compañera con la que anduvo llegó el día que se cuestionó su obsesión. Ahora le mortificaba su desfogue sin medida. Lina, con mejores recursos racionales y eróticos, le recomendaba más holgura en su disidencia moral. ―Te quejas como si en todo debieras tener razones para quejarte, déjame, te digo que acabo de conocer a una chava de intercambio, no somos nada pero cómo nos divertimos, y uno de mis ex al que dejé por idiota me ha buscado y pienso volver con él, si me pongo a buscarle complejidades a mis actos, las encontraré y ruego porque no tengan fin ―explicó Lina. Él replicó: ―Esto no es sobre sentirse mal o insatisfecho; en tu primera vez, ¿no te sentiste incompleta, como si algo hubiera sido borrado de ti? ―a lo que ella tuvo por respuesta: ―Yo no creo que esto sea sobre un faltante, al contrario, no lo pudiste ver pero después de tu primer parche te convertiste en algo así como un iluminado y adquiriste muchos rasgos, inofensivos pero muy notorios, que te distinguían de otros. ― ¿Qué rasgos? ―preguntó él tan intrigado como la primera ocasión que hablaron del asunto. Ella contestó: ― No sé decirte, en tu forma de caminar, en tu mirada, en la consistencia de tu piel, ni siquiera estoy segura que fue pero algo me lo señaló, mira, no soy botánica pero sé reconocer una hoja de parra de una de higuera; contigo es algo así. ―¿Qué chingados tiene que ver una cosa con otra? ―No sé, tu caso me recuerda el relajo ése del árbol del bien y del mal. ―No mames ―concluyó él.

Dice él que ese día se apuró a regresar a casa. Se puso frente al espejo completamente desnudo. No había nada extraño. No podía conceder una pizca de crédito a la explicación de Lina. Mientras observaba su incipiente lonja creyó conveniente hacer de lado su escepticismo, puesto que fue precisamente ella quien lo puso al descubierto sin que él abriera la boca. ¿Qué tal que sí?, se preguntó, y enfocó una mirada disecadora en sus pupilas, en las líneas de la frente, en el vello del pecho, en su sexo, en sus largas piernas, enseguida volvió a la cara, al mentón, a los pómulos, al cabello, a la redondez de su cara. Y ahí estaba por fin: había dado con lo que Lina le descubriera años atrás. Bien dijo que no podía describirla, pero ahí estaba la diferencia que era, si no obvia, evidente si se la buscaba con ganas de encontrarla y no objetarla. Las evidencias en el rostro eran claras. Eran los visos de un cambio de matiz en la piel que sin embargo podía distinguir como comparar a un menonita de un mulato. Podían ser los pómulos ligeramente abultados o una tensión particular de los músculos maxilares o un destello casi imperceptible al lanzar una mirada oblicua, o era todo ello en sinergia con un tufillo despedido en dosis atomizada. Volverse capaz de detectar semejantes señas no era tan inverosímil como el hecho de conservarlas reunidas a la fecha sin modificaciones sustantivas, signos tan fáciles de tener lugar como el desacomodo de un mechón de cabellos por el golpe del viento y tan complejos como la rítmica alegórica del buen jazz y el estruendo que produce en la tierra el contrabajo.

―No soy jardinero pero sé distinguir un parral de las higueras y los Rosales de los Morales. Pinche Lina loca.

No sólo aprendió a verse a sí mismo, también pudo ver en retrospectiva, hacer cálculos y recordar el día siguiente del primer palo de Lina. ―Fue con tu primo, ¿verdad? No te rías, no me dijiste nada ―reclamó. ―Estamos a mano, corazón― sancionó ella. Y el objeto de esa capacidad, virtud o chocarrería de la Providencia se extendió hacia las demás mujeres. Afirma que comenzó a separar, al primer semblanteo, a las vírgenes de las recién desfloradas, solazándose cada vez que lo hacía, enarbolando una sonrisa guasona delante de ellas, convencido de su deber de revelar una verdad injustamente regateada.

Por mucho tiempo se dedicó a declarar en voz alta ¡Tú ya cogiste! Certero, hallaba las divergencias de unas y otras, aquí y allá señalaba labios henchidos, manos más tersas, aromas esquivos, nalgas reamoldadas, andares corregidos o deformados, la novedosa inflexión de una voz, un continente delator, un atributo femenino que anunciaba ruidosamente su surgimiento, en ésta y en aquélla inocente en los pasillos, en el salón, en el auditorio, en la cafetería, en los laboratorios, congresos y talleres, con las de primer ingreso y con las pasantes de último año, las tesistas y las prestadoras de servicio social, las acreedoras a mención honorífica y las recursantes, metiendo en aprietos a compañeras y amigas y debiendo cesar sus certificaciones cuando se volvieron la razón de la repulsa hacia su presencia. Tan simple como admirar el haz y el envés de la hoja de parra, diría Lina.

Eso fue hace mucho tiempo. Se ríe con los recuerdos añosos y se refrena como si quisiera parecer respetuoso. No puede ubicar cuando perdió la pista de aquel estado de constricción anímica por su primera relación sexual o de las revelaciones o lo que fuera y que después de un tiempo ya no lo divertían como solían hacerlo.

De Lina también sabe muy poco, lo que ella misma le contó hace cinco años a punto de irse a vivir a Portugal. Dice que no había pensado en esa etapa de su vida en tantos años. Su esposa no sabe nada sobre la mirada escrutadora que se fue como llegó. Entre risas dice que espera no sea una manifestación dependiente de la genética; no quiere heredarle problemas a su hija. Entonces se pone muy serio y me confiesa: ―Hoy en la mañana me desperté muy temprano y el primer pensamiento que tuve fue el de esa tarde después de aquella siesta, y al entrar al baño me sentí extraño. Algo me advirtió que no volteara a verme al espejo. Al pasar frente al cuarto de m´hija lo hice casi corriendo, intentando no hacer ruido. Ayer cumplió quince y como regalo le permití salir con sus amigas a una fiesta. No la vi llegar, sólo la sentí y entre sueños pensé en hablar seriamente con ella cuando se levantara. Como nunca, mi angustia se agravó. Desde que entró en la pubertad, cada día que pasa es un tormento verla llegar. Temo encontrarme con esa pequeña señal que alejará de mí para siempre a la niña de mi vida.


(Agosto2012)

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